sábado, 14 de julio de 2012
De la corrupción
1 de junio 2012
¿Es la corrupción un rasgo de la cultura mexicana? Todo parece indicar que sí. Hay un político suprimido en la historia oficialista de México por incorruptible y porque luchó incansablemente por devolver la soberanía al pueblo contra los poderes fácticos de finales del siglo XIX: Ignacio Ramírez, El Nigromante. En reciente publicación de Emilio Arellano, La nueva República (Planeta, México, 2012), se documenta magistralmente de qué manera las élites políticas y eclesiales nos han despojado de la soberanía desde el comienzo de la vida independiente y hasta nuestros días.
Como nacionalista liberal, periodista, legislador y uno de los pensadores más radicales y futuristas del México Independiente, El Nigromante luchó por que se reconociera en la Constitución el principio de convertir al trabajo en capital dentro de las empresas para luego dominar el mercado laboral. Consideraba que la inversión extranjera debía sustituir a la nacional cuando a ningún mexicano le interesara desempeñar esas actividades y que la inversión extranjera debía ser complementaria y no sustitutiva de los empresarios nacionales.
El también artífice y apóstol del Estado Laico logró consolidar las leyes y materializar políticas que terminaron con el monopolio de la fe, garantizaron la educación laica y gratuita, la libertad de expresión e impulsaron la ciudadanización de la mujer. De los múltiples asuntos referidos en ese texto, presento los más relacionados con el desempeño de los gobernantes y su fiscalización.
Para Ignacio Ramírez habría que suprimir el Senado de la República. Sostenía que era de carácter inconstitucional –de acuerdo con la Constitución de 1857–, ya que Benito Juárez lo instituyó con la única finalidad de evadir, desconocer, nulificar o invalidar las decisiones y leyes que consideraba riesgosas para su empoderamiento vitalicio. Además consideraba que todos los gobernantes debían estar sujetos a la revocación de mandato, sin reserva. Reconociendo que por décadas el pueblo ha visto cómo se han desviado los recursos públicos con total impunidad, creó la figura del contralor general de la Federación, cuyo titular sería designado por el pleno de la Cámara de Diputados por mayoría absoluta, debiendo contar con las facultades necesarias para auditar hasta el desempeño del Ejecutivo federal y poder cesar o consignar averiguaciones penales en contra de todo funcionario público, así como recomendar desafuero o revocación de mandato.
La revocación de mandato se aplicaría a juicio de la Cámara de Diputados cuando los titulares de algún poder de los determinados, como el Ejecutivo, el Legislativo o el Judicial cometan traición a la patria, comprometan la soberanía y el patrimonio nacional a juicio del pueblo mexicano o a criterio de la Cámara de Diputados. De aprobarse ese precepto constitucional, los delitos cometidos por cualquier funcionario público dejarían de ser delitos de orden común para ser considerados delitos graves sin derecho a fianza, como el peculado, el fraude, el abuso de confianza, la traición a la patria y el desvío de fondos públicos, y no podrán esos delincuentes obtener la libertad provisional.
¿A cuántos legisladores y ejecutivos que han comprometido el patrimonio nacional (electricidad y petróleo) ya habríamos revocado si fuesen vigentes las iniciativas de Ignacio Ramírez? Cuando menos a Peña Niego y Josefina Vázquez Mota. Muchos gobernantes estarían cumpliendo una justa condena por corrupción, la cual, sabemos, es crucial como causal de la violencia y del crecimiento del crimen organizado.
Al reflexionar en la lectura y encontrar ciertas similitudes, me doy cuenta de que López Obrador tiene algo del Nigromante, sobre todo por ser un político incorruptible, pero también por su nacionalismo y lucha incansable contra la corrupción gubernamental, y la que hay dentro y fuera de su propio partido y movimiento, virtud que, por cierto, Javier Sicilia no sabe apreciar. Porque ciertas iniciativas de hace 150 años no son anacrónicas, sino premisas modernas –en sentido estricto– y podrían ser remedios vigentes contra algunas prácticas neoliberales dominantes. Por cierto, lo que menos me importa de un político es cuán viejo o nuevo es su discurso, lo sustancial para mí es valorar su pertinencia, ética y efectividad ante los retos actuales.
Los gobernantes mexicanos son ejemplares para encubrir a delincuentes y narcos, reproducen una cultura institucional de corrupción que les permite mantener altas posiciones, se hacen de la vista gorda ante actos ilícitos de subalternos y líderes sindicales que ejercen dominio hacia abajo (los casos de Romero Deschamps y Elba Esther Gordillo). Por desgracia, casi ninguna institución mexicana está hoy al margen de la corrupción, ésta se observa hasta en las universidades, tema que valdría la pena que retomara el movimiento #Yosoy132.
Aquí un caso muy actual: después de agarrar in fraganti robando a los cajeros de la cafetería de estudiantes de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, cuyos ingresos son cuotas de recuperación para financiar los proyectos de la propia universidad, la secretaria de la unidad, doctora Beatriz Araceli García Fernández documentó el desfalco que llegaba hasta 10 mil pesos diarios y lo denunció ante las autoridades. La institución actuó, como ya es costumbre: en vez de ser apoyada por su jefe directo, doctor Salvador Vega y León, actual rector de la UAM-X, ella se vio obligada a presentar su renuncia.
Porque desde hace siglos, en la raíz de nuestra cultura siguen reproduciéndose los anticuerpos de la corrupción como una enfermedad inmunológica transmitida por genes entre la clase política.
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